el abuelo Raimundo
De sus últimos días, cuando tenía la mitad del cuerpo paralizado debido a una trombosis, socorrido día y noche por la abuela Élida y la tía Angélica, recuerdo lo que no viví pero me contaron. Por entonces él ya no podía andar en la silla de ruedas, su enorme cuerpo cansado había quedado postrado en la cama de hierro oscuro, sobre un colchón de lana demasiado comprimida. No fue mucho el tiempo en el que vivió en la cama (muy pronto el cuerpo se cansaría y aburriría de esos y de todos los cansancios y aburrimientos), espiando desde aquel rincón a través del pasillo los movimientos de una casa que por primera vez le quedaba grande. Fue en alguno de esos pocos días que le preguntó a la abuela o a la tía Angélica si yo había estado en la casa y no lo había querido ver, porque él había oído mi voz pero yo no lo había visitado. Ésa es toda la anécdota.
Ese instante tiene para mí idéntica intensidad al otro momento que conserva mi memoria de los días con mi abuelo. Pequeña, aunque no sé cuánto, estoy sentada sobre sus rodillas, sobre una sola de las rodillas, una rodilla que se encuentra más alta que el sofá en el que el abuelo está hundido, y mi mano cabe en la palma de su áspera, gorda y firme mano de albañil.
En el resto de mi memorias mi abuelo circula por la casa y los gestos son cotidianos, rutinarios, simplemente son el abuelo Raimundo tanto para mí como para los demás: lento, siempre inmenso, fuerte y sano, silencioso, el único sonido de su matamoscas y mosquitos agitado contra alguna pared, un gesto gruñón hacia la abuela Élida que siempre está en la cocina, una sonrisa cálida pegada en la boca muda, la mañanera actualización del calendario de números negros, los retos cuando con mis hermanos robamos esas palas chatas y puntiagudas que guarda en el galpón del fondo del patio y nos dedicamos a cavar en el suelo de tierra compacta que está frente a la parrilla.
Pero, por sobre todo, lo recuerdo deambulando por su huerta. En su huerta hay tomates, lechuga, radicheta, frutillas, rabanitos, zapallitos, zanahorias y plantas frutales de limón, naranja, higos, ciruelas y duraznos, todo desmalezado cada día con la paciencia infinita del tiempo después del tiempo. Él está en la huerta a la mañana cuando yo me levanto y hasta el mediodía, y vuelve por las tardes a mirar, a hacer un repaso, a comprobar que todo se desarrolla correctamente y que no han acontecido insectos intrusos (por eso no le gusta que matemos los sapos que se esconden en los ladrillos huecos que delimitan los huertos: porque los sapos se comen a los insectos dañinos).
Siempre creí saber por qué mi memoria de mis días con mi abuelo quiso conservar aquel primer recuerdo, yo sentada en sus rodillas. Seguramente comprendí ese día, y después de una muy corta experiencia en este mundo, que él era más grande que todos los grandes, porque el tamaño de su cuerpo me enseñó una nueva dimensión de lo grande: así, durante años y años, volví a rumiar esa imagen y la sensación de mi cuerpo entero sobre sólo una de sus piernas y de mi mano entera sobre, tan sólo, la palma de su mano.
Pero recién en estos días he creído comprender por qué me conmovió que supusiera que yo había estado en su casa y no lo había querido ver. Ese día supe que, aunque jamás lo hubiera demostrado, mi abuelo siempre me había visto; que el abuelo Raimundo había sabido siempre quién era yo, al igual que seguramente sabía quiénes eran cada uno de los nietos y para entonces también bisnietos, y que –aquí la gran satisfacción– estos chicuelos y no tanto no sólo se habían obstinado en amanecer para seguir abonando la familia con llanto y moco, con grito y revuelos por la huerta, con más agujeros en el patio de tierra compacta. Entonces descubrí que mi abuelo percibía sobre mí no sólo como quién sabe que a esa cara pertenece aquel nombre. Todo a pesar de que jamás me hubiera prestado una atención tan detenida y delicada como aquella con la que escrutaba a diario cada uno de los tonos verdes de un zapallito en proceso de maduración.