domingo, diciembre 06, 2009

el abuelo Raimundo

Mi abuelo paterno murió en 1989, cuando tenía 82 años. Entonces yo tenía 15, era la mayor de sus nietas mujeres y la número cinco de mayor a menor en ese sinfín de niños y niñas que alcanzó el número 16 con Fausto, mi hermano menor, al que él, el abuelo Raimundo, no llegó a conocer.
De sus últimos días, cuando tenía la mitad del cuerpo paralizado debido a una trombosis, socorrido día y noche por la abuela Élida y la tía Angélica, recuerdo lo que no viví pero me contaron. Por entonces él ya no podía andar en la silla de ruedas, su enorme cuerpo cansado había quedado postrado en la cama de hierro oscuro, sobre un colchón de lana demasiado comprimida. No fue mucho el tiempo en el que vivió en la cama (muy pronto el cuerpo se cansaría y aburriría de esos y de todos los cansancios y aburrimientos), espiando desde aquel rincón a través del pasillo los movimientos de una casa que por primera vez le quedaba grande. Fue en alguno de esos pocos días que le preguntó a la abuela o a la tía Angélica si yo había estado en la casa y no lo había querido ver, porque él había oído mi voz pero yo no lo había visitado. Ésa es toda la anécdota.
Ese instante tiene para mí idéntica intensidad al otro momento que conserva mi memoria de los días con mi abuelo. Pequeña, aunque no sé cuánto, estoy sentada sobre sus rodillas, sobre una sola de las rodillas, una rodilla que se encuentra más alta que el sofá en el que el abuelo está hundido, y mi mano cabe en la palma de su áspera, gorda y firme mano de albañil.
En el resto de mi memorias mi abuelo circula por la casa y los gestos son cotidianos, rutinarios, simplemente son el abuelo Raimundo tanto para mí como para los demás: lento, siempre inmenso, fuerte y sano, silencioso, el único sonido de su matamoscas y mosquitos agitado contra alguna pared, un gesto gruñón hacia la abuela Élida que siempre está en la cocina, una sonrisa cálida pegada en la boca muda, la mañanera actualización del calendario de números negros, los retos cuando con mis hermanos robamos esas palas chatas y puntiagudas que guarda en el galpón del fondo del patio y nos dedicamos a cavar en el suelo de tierra compacta que está frente a la parrilla.
Pero, por sobre todo, lo recuerdo deambulando por su huerta. En su huerta hay tomates, lechuga, radicheta, frutillas, rabanitos, zapallitos, zanahorias y plantas frutales de limón, naranja, higos, ciruelas y duraznos, todo desmalezado cada día con la paciencia infinita del tiempo después del tiempo. Él está en la huerta a la mañana cuando yo me levanto y hasta el mediodía, y vuelve por las tardes a mirar, a hacer un repaso, a comprobar que todo se desarrolla correctamente y que no han acontecido insectos intrusos (por eso no le gusta que matemos los sapos que se esconden en los ladrillos huecos que delimitan los huertos: porque los sapos se comen a los insectos dañinos).
Siempre creí saber por qué mi memoria de mis días con mi abuelo quiso conservar aquel primer recuerdo, yo sentada en sus rodillas. Seguramente comprendí ese día, y después de una muy corta experiencia en este mundo, que él era más grande que todos los grandes, porque el tamaño de su cuerpo me enseñó una nueva dimensión de lo grande: así, durante años y años, volví a rumiar esa imagen y la sensación de mi cuerpo entero sobre sólo una de sus piernas y de mi mano entera sobre, tan sólo, la palma de su mano.
Pero recién en estos días he creído comprender por qué me conmovió que supusiera que yo había estado en su casa y no lo había querido ver. Ese día supe que, aunque jamás lo hubiera demostrado, mi abuelo siempre me había visto; que el abuelo Raimundo había sabido siempre quién era yo, al igual que seguramente sabía quiénes eran cada uno de los nietos y para entonces también bisnietos, y que –aquí la gran satisfacción– estos chicuelos y no tanto no sólo se habían obstinado en amanecer para seguir abonando la familia con llanto y moco, con grito y revuelos por la huerta, con más agujeros en el patio de tierra compacta. Entonces descubrí que mi abuelo percibía sobre mí no sólo como quién sabe que a esa cara pertenece aquel nombre. Todo a pesar de que jamás me hubiera prestado una atención tan detenida y delicada como aquella con la que escrutaba a diario cada uno de los tonos verdes de un zapallito en proceso de maduración.


lunes, octubre 29, 2007

las chicas


Las horas del verano discurrían en el patio, en un ritual signado por la siesta de los adultos. Las chicas avanzaban lenta y sigilosamente por el salón y la cocina, después buscaban un sillón en el patio y lo ubicaban en el lugar más propicio al sol. No había indicaciones en la rutina trillada de todos los veranos. Cada una conocía el par de normas básicas y también el lugar de los objetos más habituales en la casa, de manera que, como las palabras no abundan en esos momentos de digestión y somnolencia, sin necesidad de pedir o advertir, podían moverse libremente por los espacios habilitados y proveerse de lo que querían. A veces hacía falta una lima de uñas y Mariana tenía que atravesar el territorio vedado de la biblioteca, abrir la puerta pesada del baño y revolver los cajones para conseguirla. El teléfono tenía un cable largo que se estiraba desde el interior de la cocina hasta la ventana que da al patio, para poderlo atender desde afuera. Había que bajar el volumen del timbre porque en una habitación contigua dormían los padres, y también dejar la ventana abierta para poder escuchar el timbre de la puerta de calle: siempre aparecía una trasnochada un rato más tarde.
Entre mucho silencio y bostezo había oasis de conversación en los que los mismos temas se sucedían aleatoria e insistentemente, como mantras capaces de inducir estados de conciencia, e inducidos ellos mismos por aquel estado de enzimas digiriendo el almuerzo y neuronas chamuscadas por el sol. En un tono monocorde se hablaba sobre cortes de pelo, tinturas y métodos de depilación, abdominales y glúteos, prendas prestadas, posibilidades de reforma de los modelos de años anteriores y las combinaciones más exitosas de la temporada. Había anécdotas y relatos de diálogos propios y ajenos, historias de amigos, novios y romances, los estudios y hasta grandes decisiones triviales sobre las que todas podían —y lo hacían— dar su punto de vista. Los asuntos se dilataban unas veces sin alcanzar el nudo o el final, decayendo por falta de énfasis más que de interés o por mero agotamiento. También había monosílabos, suspiros y hasta carcajadas contenidas en una mano caliente de sol y sudor.
Pero la charla no era la ocupación principal, y por eso tampoco dormían. Las chicas se mantenían atentas por sobre todas las cosas al ejercicio del bronceado parejo. A ello se dedicaban con un fervor callado. Cual insectos ociosos, en una coreografía digna de ser observada en picado cenital, durante dos o tres horas se daban vuelta intermitentemente sobre sí mismas, levantaban el mentón al cielo, estiraban el cuello a un costado y abrían las piernas o extendían los brazos con esa lentitud pesada de las tortugas. De ahí que fueran las nucas transpiradas y los estómagos tersos de juventud los que mejor aseveraban en el diálogo. Con los ojos cegados por la luz y el cuerpo ocupado en el bronceado, las chicas eran sólo oídos y, a veces, bocas parlantes.
A partir de las cinco, cuando casi religiosamente podía darse por acabado el sigilo de la siesta, la tarde en el patio se iba vivificando. Entonces las conversaciones subían el volumen, las chicas abrían los ojos y adoptaban una posición más vertical y se aceleraban las idas y venidas entre el patio y la cocina para preparar el mate.

En esas lejanías australes, donde se sabe del agujero en la capa de ozono como de los agujeros negros del espacio, capaces de devorar la materia, ellas se dejaban calcinar todos y cada uno de los días del verano. Quizás los efectos dañinos del sol empiecen a preocuparles ahora, cuando ven acercarse los treinta y se intuyen con fecha de caducidad. Pero también es bastante probable que sigan cultivando el vicio chamuscador: muy bien se sabe en esos pueblos australes que el sol de las tardes de verano consigue derretir el tiempo.
—¿La has visto?

—¿?

—¡¿No la has visto?!

—...

—Yo sí la he visto mirarte.



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viernes, junio 02, 2006

habitación

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llegaron a lo más profundo, a lo más preciado, y dejaron jirones donde antes había paisajes prendados de sí y de sus sueños.

lunes, mayo 15, 2006

dálmata

¿dónde estás, amor de mi vida, que no te puedo encontrar?

estuve pensando en todas las maneras de buscar, en la diferencia entre conocer y reconocer, en las manchas únicas de los dálmatas escurridizos.

viernes, mayo 12, 2006

miradas

Él no hizo más que mirarla. La contemplaba detenidamente, cuando ella estaba cerca y también cuando estaba lejos. La miraba recorriéndola con los ojos, reposando apenas, sin insistencia ni indiscreción. Era una mirada superficial, una caricia sin examen: él dibujaba con su vista la línea de los movimientos de ella, deambulaba entretenido por el arco de las cejas y el caer de los párpados, recorría con idéntica levedad la tenue curva de los labios, la piel blanca y el vaivén de las manos de dedos largos, se posaba en el mentón y en el lunar escondido, rozaba los dientes grandes y se perdía entre la sonrisa, para volver cada vez a los ojos. En algún momento, y con un movimiento brusco, retiraba su mirada (y también su cuerpo, que se sacudía hacia atrás), como percatado de pronto de que ella tenía que descansar de él o incluso como sofocado por el tantísimo placer que le traía la vista. Cuando estaban lejos uno de otro, ocupado alguno con un plato de comida, cargando otra vez la copa de champagne, charlando con los demás, él la miraba de reojo, furtiva pero intencionadamente. Después la recibía con una mirada tímida e insobornable: con el mentón bajo, sus ojos grandes se asomaban a ella por encima de la copa.
La mirada de ella, en cambio, era evasiva, intermitente, despreocupada. Era la mirada de la que se siente mirada (aunque no observada); era la mirada de la que se siente contenida por el candor de otros ojos; era la mirada de quien, admirada, vuelve los propios ojos hacia adentro, hacia sí misma, y simplemente se abandona a ser disfrutada.
Como pájaros que danzan el cortejo, las pestañas eran plumas capaces de mover el viento.

sábado, febrero 04, 2006

en la casa de mamá

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en la casa de mamá las tardes de mucho calor transcurren así. comemos mucho al mediodía. después nos movemos hasta alguna cama y dormimos siestas dulces y soñamos sueños pesados. nos recuperamos tarde, después de las seis y muchos mates, y entonces nos disponemos al día con las fauces abiertas. disfrutamos del patio a esa hora, protegidos de la ciudad que se despereza de la siesta (escuchamos el sonido lejano y continuo de los autos sobre el asfalto). nos damos baños de sol ya entrada la tarde, nos gusta el color anaranjado del sol horizontal, y cada uno ejercita el movimiento como más le place. a simón le gusta darse baños de juguetes de plástico.

dorila

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Dorila es uno de esos tantos pueblos de La Pampa, la provincia de La Pampa, en Argentina, que nacieron al costado de una vía de tren, por necesidades de abastecimiento o descanso, vaya uno a saber, y que hoy sobreviven casi idénticos, con el mismo olor a campo abierto y siesta y un gran almacén que surte a los campos cercanos.
"Sobreviven" como quien dice respiran, aguantan..., pero el círculo de la vida se va cerrando.

jueves, febrero 02, 2006

mínimo

Para los demás, la diferencia puede parecer mínima.
Uno me acoge bajo su ala invisible. Nos movemos en un espacio común entre la gente y la distancia física no nos separa; sin embargo, esa distancia suele ser poca, muy poca, y el roce de su brazo con el mío es el gesto que actualiza de cuando en cuando nuestra callada conexión. En un momento yo estoy sentada por delante suyo, más cerca de esta gente que es su gente, y él está apenas unos centímetros por detrás; pero lo siento, es una presencia que me contiene. Su silencio para con los demás parece casi abstracción, desinterés por ellos; su silencio parece hablarme a mí desde otra dimensión, susurrarme palabras que no tienen sentido porque no existen, porque no son palabras, son halagos en forma de energía que yo absorvo por una ósmosis nueva, pensamientos que dicen “tú y yo” o algo así. Mientras calla, me contempla; siempre me está contemplando sin mirarme. No nos miramos; un par de veces nos regalamos una sonrisa grave que se congela unos segundos, intensa. Estamos estando sencillamente, sabiendo que cada uno está con el otro.
El otro, en cambio, no está conmigo. Y no es la gente que nos rodea lo que molesta. Molesta que él también me ha dejado unos centímetros por delante suyo, y me siento expuesta, como un florero con flores de colores aún por descifrar; los demás tienen que descifrarme, si mis colores les gustan, entonces le gustaré a él, si mi perfume (o mis palabras, es lo mismo) los atraen, entonces le atraeré a él. Me ha puesto a prueba. E intuir que estoy a prueba me inhibe, me aleja de mí y al mismo tiempo de él; no sé qué se supone que debo hacer o decir. En otro momento, él está sentado junto a mí; nuestros brazos se rozan pero es como si no lo hicieran. Él no mira sin mirar a este lado derecho en donde me encuentro, sino que dirige su mirada hacia delante, a sus interlocutores que lo entretienen, y su atención está ocupada en él mismo para con los demás. Entre mi gente, él está dando examen, y no he sido yo quien lo ha empujado a ese abominable escenario. En la intimidad tampoco me mira; los besos lo ocupan y nos ponen la sangre en ebullición, pero los besos sin ojos también nos distancian.